martes, 7 de agosto de 2012

La Indiferencia de un cuento.

Hace no mucho tiempo, saqué de un trastero un libro de cuentos al que le tenía mucho cariño.  Comencé a releerlo y... ¡sorpresa! Descubrí que algunos de aquellos cuentos guardaban paralelismos con realidades que, a día de hoy, siguen manteniendo vigencia en nuestra sociedad. Mi preferido siempre fue el siguiente:

Había una vez un pueblo que, ni muy lejano, ni muy grande, estaba habitado por unos seres amables y bondadosos, pero anulados en derechos y libertades. Se encontraban bajo el yugo de un rey déspota y maquiavélico, que no contaba con ellos a la hora de tomar decisiones. Un rey dedicado a disponer que, rodeado de muchos, y aislado en esencia, se maquillaba, día a día, para mostrar su mejor cara al salir de palacio y dejar el vetusto trono que ocupaban sus posaderas.


Durante mucho tiempo, aquella situación se prolongó sin que nadie dijera nada. Pero un año, cuando la cosecha y los recursos escasearon sin precedente alguno,  el rey  y su corte decidieron seguir viviendo a costa del esfuerzo ajeno, y comenzaron a tocar en todas y cada una de las puertas de la comunidad para pedirles que "arrimaran" el hombro en aras de remontar aquella terrible situación. Lo hicieron... sin remedio alguno.

Enajenados por el "oscuro" devenir que se vislumbraba, le concedieron a su rey una serie de licencias que él jamás pensó ostentar, sin saber que, contrariamente a lo que pensaban, aquel esfuerzo no se revertiría en un beneficio posterior. 

A partir de aquel momento la situación se volvió insostenible. Mientras en palacio comían pasteles... en la calle, las ratas se adueñaban de los basureros. Aquellos seres amables y bondadosos se tornaron en ariscos y desconfiados. Les habían demantelado sus derechos, sus anhelos, sus ilusiones, sus ganas de ser felices, y llegado un determinado momento, hasta sus tradiciones.

Desde los balcones palaciegos, las miradas de desdén se clavaban como puñales de sal.  Algo que no hacía más que potenciar la desconfianza y el odio que había germinado entre aquellos seres amables y bondadosos acostumbrados a otorgar. Y así fue. Sin esperarlo, el pueblo se vio sumido bajo una intensa niebla fruto de lo que aquel rey había sembrado durante años. Ajenos a la misma... la  niebla consiguió salvar los muros que separaban el lujo real del resto de la vecindad. Poco a poco, fue penetrando en cada una de las estancias. Su presencia era práticamente imperceptible. Era sutil... pero tras su paso quedaba una calma inquietante que no dejaba a nadie indiferente.

No hubo que esperar mucho para que todo el Palacio estuviera infectado. El rey, poco amable en trato y conducta, se volvió más egoísta y desconfiado. El príncipe, receloso y ansioso de poder, comenzó una campaña interna contra el primero. Y la familia, unida por conveniencia, comenzó a resquebrajarse lentamente. Las infantas, los infantes, los nobles asesores, los súbditos y bufones... comenzaron a delirar y enloquecieron.

Un día, absortos en el mayor de los envilecimientos, olvidaron que, debajo de los muros, el pueblo ya había enfermado mucho antes que ellos.  Embrutecidos por el poder, y tras empolvarse bien las mejillas y pintar con fuerza una falsa sonrisa en sus caras, decidieron bajar a recaudar los tributos que pensaban que les eran propios. Tras la niebla les esperaban aquellos seres, que ya no eran ni tan amables ni tan bondadosos. Tras la niebla, les esperaba el mayor de sus temores; la indiferencia.

No me pregunten el nombre del cuento. No me pregunten el nombre del pueblo... pero siempre, siempre, recuerden que "el poder de la indiferencia es equiparable al de cualquier rey que se preste".

No hay comentarios:

Publicar un comentario